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miércoles, 11 de noviembre de 2015

Lugar: Consulta de oncología médica.

Varón, 58 años.  Metro sesenta de estatura con sesenta y tres kilos de peso.  Uno coma sesenta y seis de superficie corporal, vestida esta última con camisa a cuadros blancos y azules y pantalón vaquero.  Todo fijado con correa negra de las antiguas y zapatos negros de esos de ir al médico.

- ¡Pase Julián! -le dijo nuestra estupenda enfermera-.
- Con permiso -dijo nuestro paciente, prudente-.

Es un caballero, sin corcel blanco, pero con sonrisa.

Por esas dos palabras, esa sonrisa y la forma de sentarse, ya me caía bien.  Y es que, tenso pero simpático, manos temblorosas pero con gestos suaves, mirada teñida de miedo pero entrañable, respiración levemente taquipneica (que respiraba rápido...) pero sin llegar a perder el aliento.  Firme sobre esas sillas incómodas de la mesa del médico, expectante por ver qué tal vivía el cáncer en su pulmón. Impaciente pero sin llegar a meter prisa.  Y otra sonrisa, pero esta vez ya nerviosa.

Esta es la radiografía de la mayoría de pacientes que entran por una consulta de oncología médica.  Sí, la del médico del cáncer.  De ese médico del que no queremos saber en ningún momento de nuestras vidas, yo incluido.

- ¡Julián! -exclama la doctora entre sonrisas- ¡Todo está y sigue bien! El escáner así lo confirma, el tratamiento sigue funcionando. ¡Vamos bien!

Ahora quiero que imaginéis qué hizo nuestro paciente al escuchar esto.  ¿Creéis que suspiró? ¿Tembló aún más? ¿Lloró? ¿Nos dio la mano? ¿Exclamó de alegría? ¿Sonrió aún más? ¿Se tapó con las dos manos su cara de felicidad? Tranquilos, ya os respondo, la respuesta a cada una de esas preguntas es un "SI".  Un suspiro de libertad temblorosa, aderezada con llanto dulce, como donando lágrimas a la felicidad, felicidad de la de verdad, una verdad escondida en unas manos sonrientes.

Llevo poco más de un mes rotando por el servicio de oncología de mi hospital y he admirado a todos y cada uno de los pacientes que he visto.  No pierden la sonrisa ni aunque les digas que el juego terminó.  Adoro a esas personas que nunca pierden dicho tesoro.  A Julián además, lo admiro por otra cosa más en particular:

- ¡Ay Dios mío! -Masculló entre sollozos- No sabéis cuánta angustia se pasa, cuánta incertidumbre hasta venir aquí, en todo lo que piensas, porque lo piensas cada día...

Ya más entero, prosiguió:

- Tengo a mis hijas y mi mujer, que son lo más importante y yo siempre he sido el que ha tirado de ellas...pero es que con esto... Uno es valiente, pero muy cobarde -Amén hermano-.

Esa última frase es el fiel reflejo del día a día, me sentí tremendamente identificado.  Este hombre estaba reconociendo su "cobardía" ante esta dura enfermedad, pero a la vez, tiene que aparentar cada día ser el de siempre.  Supongo que el faro guía de su mujer y el ídolo de sus hijas, no lo sé, pero me pareció tremendamente sincero y admirable el simple hecho de reconocer que padecía miedo.  Me sentí identificado (salvando las -tremendas- distancias), porque me recuerda a cada vez que voy a ver a un paciente que se pone peor, a cuando me llaman de urgencias, a cuando tengo que comunicar malas noticias, o a cuando sin ir más lejos, tengo que abrirme y comunicar mis sentimientos... Es increíble cómo los pacientes te enseñan y te lanzan moralejas sin querer.

Y es que, uno es valiente pero tremendamente cobarde...

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Licenciado en medicina con blog donde cuenta historias interesantes ocurridas con los pacientes, curiosidades médicas...te unes? No números, nombres!

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